sábado, 11 de julio de 2009

HISTORIAS DE LA JUDERÍA


A estas alturas de la vida se ve la enorme importancia y necesidad de la transmisión oral del pueblo llano, de comunicar a los demás las vivencias personales, para que no desaparezcan los recuerdos con la natural consumación del periodo vital. Cosas que para uno tienen un enorme valor, para los demás carecen de él, a no ser que con tu transmisión tengas la suerte de que pasen a formar parte de las suyas. Esa es la única intención de estas líneas.

El barrio donde nací era un barrio similar a muchos barrios de la ciudad, sólo tenía la peculiaridad de su ubicación cercana a la Mezquita. Era el barrio de la Judería. En él se daba una cuestión muy singular que siempre me llamó la atención, y eran las relaciones de las distintas clases sociales. Los hijos de hacendados y adinerados agricultores, jugaban junto a los de las clases más humildes y menos favorecidas.

El acceso a las escaleras de mi casa se efectuaba pasando por el negocio de barbería de mi abuelo, el maestro Rafael, que se ubicaba en el portal, y que continuó a su muerte su hijo Fernando, mi tío. En la barbería se comentaban y debatían todos los asuntos de actualidad de la ciudad y del barrio. Se procedía a la lectura del periódico por los parroquianos, todo ello allá por el principio de los años cincuenta del pasado siglo.

En aquella época, en la zona, se situaba un mercado callejero de notable importancia, las calles Judería, Manríquez, parte de Deanes y Romero, configuraban el perímetro del mercado en la calle, de puestos movibles, frente a los fijos de la zona, que surtían a los cordobeses de un amplio sector de los barrios adyacentes.

La calle Judería, desde su entrada por Cardenal Herrero, tenía los comercios fijos de: Juana la “Jeringuera”, una casa de dos habitaciones, dos plantas y portal, lo que es hoy la esquina del hotel de la calle Torrijos, donde se freían los jeringos, entregándotelos unidos con un junco; la tienda de Antonio “El hortelano”, con unos ganchos enormes en la puerta pues antes había sido carnecería; una pequeña pasamanería; el colmado de la familia de Lorenzo de amplia prole y un negocio de prensa. En la acera de enfrente, volviendo a la entrada de la calle, la farmacia de D. Rafael, un mancebo mayor, aunque sea una contradicción, con unos conocimientos de farmacia y medicina obtenidos por sus muchos años y experiencia, que vivía en Alfonso XIII, en la callejita de cinco o seis escalones, donde hasta hace poco hacían los capirotes de cartón de los nazarenos.

A continuación la callejita sin salida de la Judería. En ella vivían la familia Segura, un Sr. Sargento de Artillería, al que sólo vi una vez vestido de militar, con correaje y casco (como en los tebeos de Hazañas Bélicas), en el entierro del General Cascajo, cuya comitiva recorrió con el féretro en un armón de artillería, una estrecha carretera desde la Avd. de la Republica Argentina hasta el cementerio de la Salud. El Sargento Segura, tenía tipo de general por su físico, pero era sargento.

En otras casas vivían la familia Frías; y la casa de Manola, prolífica y cariñosa mujer; y los padres y hermanos de Isabelita, que tenía unos conocimientos médicos y una valentía fuera de lo común, igual te ponía una inyección intravenosa, que ayudaba a una madre cargada de hijos; también vivían en ella Isabel y sus hermanos, Paco y Pepito.

Saliendo nuevamente a la calle estaba la tienda de ultramarinos de Juan de Dios, manchego de procedencia, con dos hijas, y en cuyo negocio te servían hasta medio cuartillo de aceite con una máquina neumática expendedora que, aunque tenía una serie de pesas y medidas a disposición del cliente, siempre decían los mayores que estaban trucadas para que saliera menos. Era característico el olor a queso y especias que siempre había en esa casa. La casa de al lado era la de la “querida” de un capitalista que la mantenía. Mujer agradable y cariñosa, que contrastaba con el torpe, seboso y desagradable físico del “mantenedor”, pero éste tenía el dinero suficiente para conservar esa institución, no oficial pero tolerada, de tener dos familias. Después estaba la pescadería y luego la carnecería en la esquina. Enfrente, se ubicaba la taberna de Las cuatro Puertas de la familia Gálvez. A la izquierda, en la acera de la misma mano estaba la carnecería de


Cándido, un curioso personaje, arquetipo del cordobés, afable, bromista y simpático, y aficionado a los toros. Al lado, la alpargatería del bizco. En la otra acera estaba Auxilio Social, una institución de la posguerra que recogía a los niños a modo de internado, en ella vivían unos amigos de mis primos, que eran los hijos de los porteros, Diego cobrador de Aucorsa, y Luís, un excelente futbolista. Más abajo la entidad Monte de Piedad o casa de empeño. La primera vez que vi llorar a mi madre, mi padre la consolaba diciéndole:

―No te preocupes compraremos otra. ―le habían subastado la colcha de novia que tenía empeñada allí para poder llegar a fin de mes.

La casa de la familia Alvear enfrente del citado empeño y la casa del Azahar más abajo. Si cambiamos en dirección a la calle Deanes, nos encontrábamos a Carmen la lechera; Mercedes la de los huevos; el Metro; la pasamanería de D. Arturo, un maestro sin cátedra por lo de siempre, que daba clases escolares en la pequeña tienda donde sólo cogían él y dos niños; Alejandro; otro puesto de verduras; Pepe el de la Judería, tabernero “sui generis” donde cuentan estuvo un Papa cuando era Cardenal; la lechería; y otra tienda de ultramarinos. En Deanes la casa del Deán D. José María, director del Monte; la droguería de la mujer de Luisito; y el primer tablao flamenco de Córdoba, “Los Califas”. En él bailaron, cantaron y tocaron los más famosos flamencos de la época, cuando todavía los artistas eran como bufones de las clases acomodadas. Hoy afortunadamente es distinto y el arte flamenco, está donde debe estar y sobre todo dignificado.


Pero volvamos a esa agencia de noticias que era la barbería. Ella era frecuentada a diario por personajes de lo más curioso y variado. Desde Canónigos del Cabildo, a los que le afeitaban la tonsura (ésta era un círculo perfecto en la cabeza dibujado con la navaja barbera con notable precisión); pasando por cazadores de safaris como Juan Barazona, que tenía un pequeño león en casa, germen del actual Parque Zoológico. El sereno del barrio y otros muchos parroquianos.

Frecuentaba también la barbería un culto personaje, D. Enrique Barranco que vivía con su hermana en la calle Medina y Corella, decían que era familia de los agricultores Baquerizo (nunca supe porque parte por la falta de coincidencia de apellidos). Su hermana era una Sra. muy educada y delicada, de piel blanquísima, que decía mi madre era por su alimentación a base de leche y galletas (no tendría base cierta pero yo lo creía). La cultura de D. Enrique estaba por encima de la media del barrio, y sus conocimientos lo mismo, pero sus desvaríos eran muy superiores a los de la media. En aquella época pretendía ir a la Luna y le gastaban bromas consistentes en entrenarlo para subir al cohete, subiendo por las escaleras móviles de Sevillana. Una importante peculiaridad de D. Enrique era que, según él, estaba cargado eléctricamente y otra era su facilidad por convertirse en invisible y curar los males de la gente con pases eléctricos. Se situaba con frecuencia en el centro de la barbería, entre las sillas blancas de madera de la espera y los sillones lacados y metálicos, y decía a la parroquia:

―Voy a desaparecer.―terminando el acto con la palabra: ―¡Zas!. ―todos los parroquianos siguiendo la broma decían:

―¡D. Enrique, D. Enrique!, ¿Dónde está D. Enrique? ¿Habéis visto si ha salido? ¡No no ha salido!.―decían otros.

Y él ufano y seguro de su “poder”, con sonrisa de satisfacción parecía decir: ―Estos no me ven.―y se mantenía quieto en medio de la sala.

Y el niño, que tenía en la mano el cepillo de dar el último toque de limpieza a la chaqueta del parroquiano “arreglado”, señalaba a D. Enrique y decía: ―!Pero si está aquí, como es que no lo ven¡ ―eso le suponía un “cogotazo”, acompañado de la frase:

―¡Calla niño, que D. Enrique ha desaparecido!. ―luego, como por arte de magia, con ademán circense y un amplio movimiento de brazos, sonaba nuevamente el: ―¡Zas! ―y la frase:

¡Ya estoy aquí de nuevo!, ―y con el alborozo de la concurrencia y asombro simulado, se decían las preguntas habituales:

―¿Dónde se ha metido D. Enrique? ¿Cómo lo ha hecho?.

Tomé la determinación de dejar a los mayores con sus juegos y evitar opinar de ellos, pero la única verdad es que D. Enrique no desaparecía desde luego.

D. Enrique tenía un competidor, que se llamaba D. Lorenzo, menos culto que él, de familia más humilde y no menos humilde cuna, vivía en la bajada del puente romano, y estaba también ayudado por Volta y Ampere. Cuando coincidían en la barbería, D. Enrique, mas educado se marchaba, decía que era para evitar que las cargas eléctricas fueran de distinto signo y se generara un desastre. Casi siempre, en la despedida, al darle la mano hacían todos como que le daba una descarga eléctrica, cuestión que generaba una sonrisa en el eléctrico y educado Sr.

Frente de la barbería, en la fachada de la Mezquita de la calle Cardenal Herrero, había un aparcamiento de automóviles, que controlaba un guardacoches, Gabriel. A éste Sr. que vivía en la “casa del callejón” se le conocía por apelativo “guardacoches”. Había estado enfermo de pulmón en el sanatorio de Puerta Nueva. Un día ocurrió un acontecimiento importante, llegó un coche de extranjeros, ingleses por más señas, al que abrió la puerta “el guardacoches”, con su gorra de plato en la mano, al momento que tosió, uno de los pasajeros, un Sr. mayor, de pelo canoso, delgado, con pajarita en el cuello, le preguntó:

―¿Que, qué le pasaba? ―a lo que le respondió el “guardacoches” contándole su enfermedad.

El citado turista se echó mano a la cartera y le dio dinero para que pudiera comprar penicilina. Este Sr. era Sir Alexander Fleming, el descubridor del famoso antibiótico, premio Nóbel en 1945, y que murió poco después de su vista a Córdoba en el año 1948.

La citada plaza de mercado callejero de la Judería desapareció, y fue trasladada al solar que ocupaba el cine de verano Avenida, aledaño a la finca del Sr. Barazona, en la Huerta del Rey, al comienzo de la carretera “nueva” (hoy Avd. del Dr. Fleming), en el Campo Santo de los Mártires, mercado al que se accedía por un paseo terrizo, de centenarios árboles, que existía encima de los actuales Baños Califales, después de haber dejado atrás el colegio que ocupaba la casa que hoy habita un afamado restaurante de nombre árabe.

Esta narración es un muy breve recorrido por una hermosa zona de la ciudad, mucho más hermosa para quien escribe por las muchas vivencias personales que atesora. Si alguna de ellas significa algo para algún lector o lectora, es el mejor premio y ello es para sentirse satisfecho.


Paco Muñoz (mayo 2007)

2 comentarios :

Anónimo dijo...

En "Casa Pepe" había un camarero que cuando se pedía una tapa de caracoles preguntaba: ¿Qué los quieres del campo o de nicho?

Cuando se juntaba en el local un grupo numeroso y empezaban a pedir, vino, refresco, cerveza, etc. el camarero terminaba pronto con la lista de peticiones, contaba a los asistentes: Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... ¡Marchando ocho medios!

Paco Muñoz dijo...

Esa anécdota la he escuchado algunas veces, lo que no recuerdo es si era cuando vivía Pepe o después. Yo conocí a Pepe ya mayor. En Pepe era característico servir a quien quería. -Pepe pon una de pescado. Y Pepe decía: -No hay. -Pepe pon esto otro. Y Pepe decía -No hay. Y así hasta que se hartaban de pedir y no haber. Y luego llegaba otra familia y Pepe les ponía de todo. Ese era el carácter de tabernero antiguo e independiente. Gracias por traer la anécdota.